Wednesday, May 18, 2011

La santa negacion - reportaje a Greil marcus


En Rastros de Carmín. Una historia secreta del siglo XX, el crítico norteamericano sitúa al punk en una corriente que lo une con el situacionismo, el dadaísmo, también la escuela de Frankfurt y hasta grupos herejes medievales de cristianos libertinos. Una obra escrita para cambiar el mundo, que Anagrama volvió a distribuir en nuestro país, después de varios años agotada y a veinte su edición original en ingles.

El principio del libro es el fin: la proclama punk de no hay futuro y la identificación de Johnny Rotten (cantante de Sex Pistols) con el anticristo, gritada como para lastimar el aire que atraviesa y mostrar que, efectivamente, todo es una mierda. Nada es cierto, resume Marcus aquel espiritu, salvo nuestra convicción de que el mundo que se nos pide que aceptemos es falso. Se trata de una negación de los hechos sociales que conlleva la afirmación de la propia libertad critica y creadora; de una afirmación que se abre paso a fuerza de negaciones.

En 1977, Marcus, que venia de publicar dos años antes el trascendente libro sobre la historia de Estados Unidos contada a través de su música, Mistery train, vio un recital de los Pistols en San Francisco (su ciudad natal), y se preguntó de donde salía ese alarido. E hizo de su pregunta una experiencia: se dedico diez años a investigar, escribir y editar Rastros de Carmín. Pero no puede decirse que sea un especialista. Porque mas que tomar una parcela del mundo (lo que lo supondría de algún modo fijo), persigue las manifestaciones en distintos momentos y lugares de esa fuerza cuyas expresiones encarnan una voluntad de cambiar el mundo, y aunque no dejan monumentos, e incluso parece que, tras su paso, nada cambio, los que fueron afectados saben que nunca nada podrá ser igual, porque ahora hay un parámetro distinto para juzgar todo lo que advenga.

Marcus plantea su propio criterio historiografico, es decir, de relevancia historica de los acontecimientos. Las quinientas paginas del libro están sostenidas por la pasión con que el autor arma un linaje entre el Cabaret Voltaire dadaísta del Zurich de 1916 y 17, la Internacional Situacionista fundada en Paris por Guy Debord a fines de los cincuenta (y su precursora, la Internacional Letrista), también Minima Moralia, de Adorno, y se remonta hasta los adanistas de la Hermandad del espíritu libre, que en los siglos doce y trece decidieron vivir como si, por ser la encarnación de Dios en la tierra, el pecado fuera imposible para el hombre, o el único pecado obturar el deseo.

Mi punto en Rastros de carmín –cuenta el autor– es que algunos movimientos, que no tienen relacion directa de herencia o causalidad ni tampoco se hubiesen reconocido mutuamente –¿Guy Debord junto a Johnny Rotten?-, son sin embargo parte de una misma historia.”

Marcus nació en 1945, estudio teoría política en Berkeley y se dedico al rock como editor de criticas de discos de la Rolling Stone desde 1969. Para los amantes del rock –ni hablar del punk-, entendido como trinchera de autoafirmación de una percepción del mundo y una estética del vivir, difícilmente haya libros tan hermosos como Rastros de carmín, ya que muestra cuánto anida en el rock una manera de estar en el mundo que riñe con el mundo y, a la vez, se nutre de raíces tanto cercanas como muy remotas en la historia, sin que siquiera le haga falta conocerlas. ¿Por qué necesitaría conocer sus raíces quien evita la carga del mundo heredado? La influencia corre por afinidad atávica, lazos invisibles, complicidad transhistórica:

“Esta sinuosa historia empezó para mí –cuenta Marcus- cuando sentí lo que me pareció una especie de ciega afinidad entre los grafittis de Mayo del 68 en París y los grafítis y slogans de los Sex Pistols. Luego descubrí que Jaime Reid, el genial diseñador gráfico de los Pistols, había reconocido y adoptado ese lenguaje desde un principio, pero mientras, encontré de casualidad un libro llamado Mayo de 1968 y la cultura del cine, donde encontré pasajes de Debord y de Raoul Vaneigeim. Eso me llevo a leer La sociedad del espectáculo, y me di cuenta de que todo el proyecto punk estaba allí en juego, en este libro estrictamente hegeliano (que a la vez es la mejor versión para los siglos XX y XXI de los Manuscritos económico-filosóficos de Marx). Raro, pero pensé, ¿cómo fue que pasó esto? Así que seguí buscando, y encontré una historia de tipos buscándose unos a otros a través de las décadas, o siglos, buscando pero sin saber a quiénes y quedándose cortos justo antes de tocarse: en el espacio entre sus dedos anhelantes encontré la historia que quise contar”.

Para contar su historia, Marcus describe carnalmente situaciones históricas que trastocan lo posible, entornos como la comuna de Paris, o el tipo de movilización social que quedo disponible al terminar la segunda guerra mundial –y su excitado sentido de la vida. Se mete también, detalladamente, con las figuras que muestran aquello de lo que los movimientos que le importan se distancian, como por ejemplo la historia de Michael Jackson, o el propio Adolf Hitler; y también con teorías que ensayaron explicaciones sobre la sociedad occidental industrial y posmoderna. El libro resulta una pletorica morada de artistas, militantes, historias personales y grupales, lugares y proyectos, revistas y libros, recitales y discos: la vitalidad histórica no tiene sitio asignado. Se rastrea en las huellas de los criterios de inconformismo, y de ordenamiento bajo el principio del placer, que deja a su paso; arrebatos expresivos con el impulso de cambiar el mundo y el efecto de cambiar la vida.

“La gente joven siempre quiere cambiar el mundo. En los sesenta quizá la diferencia fuera que la gente hablaba de salvar el mundo, que no es lo mismo –dice Marcus, actualmente profesor en varias universidades estadounidenses, con un libro sobre los Doors en proceso y uno recién publicado sobre Bob Dylan-. Pero creo que hay poder transformador en cualquier forma de arte y de discurso; trabaja persona a persona: alguien escucha una canción, lee un libro, escucha un discurso, ve una película o una obra teatral, que ha sido dirigida al público en general pero le afecta en un modo específico, lo transforma, llegando a veces a que esa obra, a través de un proceso misterioso, le da a esa persona libertad, un sentido de propósito, y luego hace cosas que no hubiera hecho. A dónde eso puede llevar, es otra cuestión. ¿Podría conducir a la transformación de la sociedad, o a parte de ella, o a una forma de arte, o a un sentido global de estilo y comportamiento? Posiblemente. Algo cambió a Guy Debord, él convirtió ese cambio en un lenguaje que otros quisieron aprender, como grupo comenzaron a hablar, desarrollando tanto un análisis como una burla de la sociedad contemporánea que a su vez se convirtió en un lenguaje que otros comenzaron a hablar. Aun estamos a mucha distancia de conocer cuáles han sido o serán los efectos de esto”.

En su apuesta por los cruces, por los efectos incalculables del gesto radical, Marcus arma un espectro de fraternidad contracultural, de cuerpos que, para existir, huyen de lo que hay. Pero no éxodos puros, sino huidas que fugan atentando contra lo habido (rajan). Más de uno puede sentirse súbitamente acompañado, al leer Rastros de carmín. Encuentra a quienes encaran su época de frente para huir por la puerta de atrás. A partir de ahí los caminos son oscuros, en varios sentidos, pero los que se encuentran son todos pares. Ahí no hay jerarquías. Dadaístas del 16 como Hugo Ball, Tristan Tzara, Richard Huelsenbeck (cuyas vidas Marcus investigó hasta el final: “porque su vejez era tan inspiradora y fascinante que me rompía el corazón”), pensadores como Marx, Nietzsche o Adorno, agitadores críticos como los situacionistas (cuyos efectos en la eclosión del 68 estan minuciosamente relatados), todos bailan, en la obra de Marcus, junto a rockeros mas o menos mugrosos como Jonathan Richman, Iggy Pop, los Buzzcocks o las Slits.

“No distingo entre vanguardia y cultura popular, no las pienso como categorías separadas. A través de la mayor parte de la historia, las vanguardias artísticas o políticas –inmanentes, autoafirmadas, por axial llamarlas- ignoraron lo popular. Y especialmente la idea de que lo popular en sí mismo podía constituir la vanguardia. La idea de que una vanguardia es una elite que está al servicio del modelo de pequeño grupo –y tantos grupos de los últimos dos siglos, con grandiosos nombres y manifiestos, fueron hechos por muy pocos integrantes, hasta dos o tres- que entiende mejor el mundo que la otra gente, pero de una manera tan rara, críptica y gnóstica, que sus escritos pueden ser inaccesibles para cualquier otro, y esa separación quizá sea el objetivo. Los dadaístas, por ejemplo, incluyeron imágenes de la cultura popular –como por ejemplo propagandas publicitarias- en sus poemas y collages, de la misma manera que hizo Picasso, aunque, tal vez, con cierta condescendencia”.

Como dato color marginal, cabe mencionar que Marcus integro una banda de rock de criticos y escritores como Matt Groening y Stephen King. “Casi ninguno sabia tocar; solo chillabamos como cabras”.

Devoto argentino

Preguntado por su metodología de investigación y escritura, Marcus devuelve piropos hacia la Argentina:

“Mi método es el merodeo. Doy vueltas, juego, salto de una cosa a la otra. Por eso es que amo Rayuela, de Cortázar, libro que, si puedo ser ridículamente fantasioso, me impactó como una versión de Rastros de carmín -o al revés-. Mi hija me la dio; ella estaba haciendo un doctorado sobre estudios culturales y había comenzado a investigar la comunicación cultural durante la última dictadura en Argentina –cómo algunas personas continuaban diciendo la verdad según la veían, cuando eso podía llevarlos a la muerte-. Pasó casi dos años investigando en Buenos Aires, y, cuando la visitamos con mi esposa, resulto mi ciudad favorita del mundo. Quedamos ambos muy impresionados por nuestra ignorancia de uno de los mejores lugares del mundo, y me refiero a todo el país. Fuimos a las cataratas del Iguazú, que hicieron ver a las del Niágara como una canilla que gotea, y los glaciares en Patagonia, que sólo puedo comparar al Gran Cañón. Pero Buenos Aires –una combinación de Barcelona y Chicago- fue una emoción todavía más profunda. Y por supuesto aprendimos un poquito sobre la historia del país, su arte, su política, su periodismo, su sentido de la vida.

[Publicado en Perfil Cultura]

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