Friday, January 21, 2011

El vendedor de armas, de Hugh Laurie

No es solo Dr House

La constante acidez del relato haría pensar que a Hugh Laurie se lo comió Gregory House. Pero como la publicación original en inglés data de 1996, más bien queda claro cuánto su exitoso personaje televisivo lleva de su estampa personal; cuánto, incluso, de su finura británica colabora en que el rengo doctor yanki tenga la gracia que tiene. Aquí Laurie nos presenta a Thomas Lang: joven ex integrante de las fuerzas armadas reales, devenido en desocupado crónico que realiza changas del tipo “guardaespaldas de gente que quiere sentirse suficientemente importante como para tener guardaespaldas”. Aunque nada pareciera importarle mucho fuera del alcance de sus cinco sentidos, cuando le ofrecen asesinar a un hombre por cien mil dólares no sólo lo rechaza, sino que va a ponerlo sobre aviso: allí tiene un altercado que da inicio al intríngulis de espías, empresarios quizá narcotraficantes, agentes del gobierno, matones y hembras de temer.

Se trata de un thriller de espías que, tan lejos de Marlowe como de Bond, mezcla el vértigo y la resistencia del agent Bauer (de la serie 24) con la carga satírica del genial Maxwell Smart. Aunque a diferencia del agente 86, no es, Thomas Lang, objeto de lo cómico, sino él mismo un narrador de lucidez humorística. Aún considerando la crítica antibélica de la trama (lobbys quieren hacer atentados para que gobiernos reaccionen militarmente y compren armas última generación), la mayor crítica es lenta, corrosivamente diseminada a lo largo de toda la novela: una burla incesante a la estupidez, a la que, con palabras de Oscar Wilde, ubica como el único pecado. Engaña a militares estadounidenses y mafiosos ingleses con sólo detectar su tipo y, desde allí, sus puntos débiles y probables afinidades: como House. También como House, anda en moto, toma whisky, y no faltan minuciosas descripciones de partes del cuerpo en su vulnerabilidad. Pero es sobre todo en su “antiguo cinismo inglés” donde se parecen. Al escribir, Laurie suelta más la rienda del preciado vicio por el universo lúdico de las palabras, con huellas de los hermanos Marx, de Monty Python. Una y otra vez hace enumeraciones que, en cuanto tales, generan expectativas, para romperlas; instaura una égida de obviedad para mostrar lo frágil (¡lo insensato!) de lo obvio. En el extremo, con cualquier cosa que dice se le abre un campo de parodia hacia su posible proyección de obviedad; Laurie juega libremente con la esclavitud a que nos someten las palabras.


Rolling Stone, Junio 2010

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