Friday, January 21, 2011

Snuff, de Chuck Palahniuk - reseña

Realismo asquerosista

La nueva novela del autor de El Club de la pelea es un asco. Él así lo quiso: ir hasta el fondo de lo sórdido para encontrar allí las miserias más hondas de la vida en común. Puntualmente, entre seiscientos tipos, en una sala de espera para el set de filmación donde una sola estrella porno recibirá las penetraciones carnales de todos ellos. Romperá el récord. Además calcula que morirá durante la filmación, y que el récord será eterno porque su caso obligará a regular legalmente la cantidad de tipos que pueden penetrar una misma mujer en una sola jornada, y que, entonces, habrá millones de ganancia para el hijo que, al nacer, dio en adopción.

Narran algunos de los actores y la chica que coordina el set. Todos monstruos productos de una organización social de la libido donde el placer resulta un asco. Entre pieles marrones de crema bronceadora, penes masajeados para estar prestos, pastillas de viagra para asegurarse o matarse: una sola escena, una historia en tensión, un registro temático y emotivo, el del cuerpo como herramienta de valor de cambio, y la soledad. Palahniuk reduce los recursos narrativos en esta novela –tan amplios e inventivos en El Club de la pelea o en Rant-, enfocando, con una obsesión a prueba de repugnancia, el cuerpo como objeto de una racionalidad puramente instrumental, con el sugerente detalle de que la escena maratónica de la película tiene a la estrella siendo violada por los seiscientos tipos, en tandas de a tres, vestidos de oficiales de la SS: cultura porno nazi look.


Rolling Stone, agosto 2010

Ella, de Daniel Guebel - reseña

Discreto encanto...

Casados jóvenes, católicos y ricos, Matías y Josefina se van a vivir a un barrio cerrado, entre rejas y alambres mal ocultos tras ligustros, vigilado por miembros armados de la agencia de un ex coronel; los ganadores de la ciudad huyen de ella. Se recluyen en burbujas de realidad artificial, como toda al fin, pero ésta redobladamente, en tanto niega su entorno y niega o intenta negar la violencia que constituye su amena y verde superficie. Guebel monta el estereotipo del sueño burgués sudamericano siglo veintiuno, la vida sin problemas y el ideal securitista: un paraíso de locos. Sin embargo, aunque en principio la novela se limita a transcribir un lugar común, logra que, una vez instalado el plafón dramático, la trama vaya desprendiéndose no desde su centro obvio sino desde sus tangentes; un embarazo marrado y la insondable reclusión femenina, un amigo tan ácido como franco y su movilizante viaje al Japón, complejizan con mucha sutileza un desarrollo que parecía predecible. Gran talento y oficio de Guebel (es su decimoquinta novela); pareciera una clase de justeza y eficiencia novelística. El texto es realista, pero la exacerbación de la dedicatoria, “A A.R., que me contó la novela”, podría anunciar el doblez del chiste.

Ese realismo, empero, cuenta las cosas a través de la lectura codificante que hacen de ellas los personajes; Guebel se mete en una racionalidad ajena, investiga sus decursos, para, con gran cálculo de los tiempos, hacer aparecer su fisura, lo real en que sucumbe la representación. Entender activamente la lógica ajena: he ahí una ética comunitaria para la que la literatura se muestra aliada. Guebel –también periodista- llega incluso a encontrar, con el protagonista en crisis matrimonial-existencial (al fin y al cabo es una historia pasional), un punto de encuentro, algo en común: la perdición, y la capacidad de sentir dolor –cosa que no puede enunciarse como acción del sujeto, salvo quizá “padecer”.

Bajo ausencia de curiosidades, es el dolor lo que provee inquietudes inconformistas: ¿ya está, la vida era esto? En el country, muestra Guebel, hasta la lectura de libros resulta des-experiencial. El ganador de lo seguro perdió lo posible. Y no puede salir inmune de que alguien –un amigo soltero que fue a Japón- diga siquiera la palabras “pasó algo extraordinario”. En torno a lo que no hay, gira la obsesión de estos pobres bichos lingüísticos; en torno a lo que pueden presentir pero no ver ni nombrar; lo potencial de lo que hay. Lamentable y finalmente, a Guebel no se lo ocurre para poner ahí nada mejor que la muerte, el misterio más cantado.


Rolling Stone, noviembre 2010



entrevista a Ignacio Echevarria

Ignacio Echevarría (Barcelona, 1960) asentó su firma en quince anios de resenias en Babelia, el suplemento literario del diario El País, del que tuvo una salida sonante en 2004 después de que escribió una resenia crítica contra un libro editado por Alfaguara, parte del Grupo Prisa, igual que El País. Eso no mermó su sesuda difusión de la literatura latinoamericana en Espania, no sólo de Roberto Bolanio (la edición de 2666 estuvo a su cuidado), sino también Nicanor Parra (editó su obra completa), y escritores argentinos como Aira y Fogwill: en Argentina, dice, “está por lejos la literatura más compleja y múltiple en habla hispana, su temperatura media es muy superior a la de Espania y el resto de Latinoamérica”. Sin embargo, acota que no se haría “muchas ilusiones en cuanto a su proyección internacional, lo cual habla bien de las obras, porque hablamos de literatura no homologada. Como decía Nicanor Parra, la primera obligación de una obra maestra es pasar desapercibida”.

¿Cómo cree que las estructuras de difusión literaria, sus mecanismos de visibilización automática, afectan las emergencias de estéticas heterogéneas?

Hay una ambigüedad que suele pasarse por alto, porque, si bien el imperio de los medios y los grupos editoriales concentrados, asentados a partir de los setenta, con la necesidad ya no de captar sino de abastecer a un tipo de lector muy amplio, hace que se potencien productos prefabricados, que se sabe que satisfacen y adulan al público, por otro lado, como la demanda es tan constante, acaban buscando debajo de las piedras, y debajo de las piedras a lo mejor cada tanto les salta un alacrán. Con la narrativa latinoamericana está ocurriendo. Se necesitan nuevos autores, y muchos escriben preformateados para acceder a los circuitos de circulación internacional, son tipos que han construido su vocación con paradigmas convencionales, pero luego, entretanto, se presta atención a productos no homologados, es decir que la propia voracidad del sistema crea resquicios y grietas donde se cuelan alteridades. Pasa también en los medios y suplementos. Por eso yo creo que si hay real voluntad de intervenir, se interviene.

En cuanto a la idea de intervención: la potencia política de la literatura en las décadas del sesenta y setenta, ¿está mitificada? ¿Cómo está elaborada esa imagen?

Si hablamos de literatura latinoamericana, recordemos que estaba todavía viva la idea de vanguardia, que siempre es eminentemente política, porque parte de la presunción de que es posible cambiar las reglas de juego, es un gesto de disconformidad con lo que existe. Y en ese sentido creo que sí, que sobre todo el movimiento del boom se aupó sobre una presunción utópica, que nutrió su toma de riesgo y su irradiación. Ahora, con el eclipse de las ideologías, el colapso de los modelos de sociedad alternativos, ensombreció el horizonte utópico y la pretensión vanguardista. Por eso hoy en la crítica hay una condescendencia hacia los intentos de reactivar políticamente la literatura. También hacia los intentos de reactivarla experimentalmente, en tanto se asume que el vanguardismo es un signo estético de la utopía transformadora. Y sin embargo, en algún sitio hay un foco oscuro que cuando emerge, emerge con fuerza, en formas crispadas, como pueden ser algunas novelas de César Aira, que emanan inmediatamente un prestigio muy grande.

¿Una crisis de la vanguardia que en cierto modo la revaloriza?

Algunas veces he especulado que el éxito de Bolanio tiene que ver con la forma en que tematiza la vanguardia. Es decir, cómo construye toda su poética narrativa como una especie de exilio de la poesía, la poesía rimbaudiana, llamada a cambiar la vida. Los jóvenes de Los detectives salvajes son gente que va por todo, poesía y vida están fundidas, pueden tomar un coche e irse al desierto a buscar una poeta ignota. Trabaja con el vacío que la vanguardia ha dejado. Hasta cierto punto, el encanto de Bolanio es jugar con esa mala conciencia y edulcorarla. Todos nos sentimos solidarios de esos jóvenes malditos, valientes, salvajes, capaces de derrochar su vida por un buen poema.

¿Se trata de un efecto nostálgico?

Bolanio explota el agujero negro –una ausencia que atrae- que la vanguardia dejó en el canon cultural. El caso de Aira es distinto, porque él sí trabaja en fórmulas narrativas que son ellas mismas vanguardistas. De Bolanio en cambio cabe hacer una lectura en cierto sentido conservadora: trabaja sobre la defunción de la vanguardia, porque la vanguardia queda atrás, en la juventud, una suerte de utopía fracasada.

Por último: ¿cómo describiría la crítica que le gusta?

Creo que un buen crítico socializa una lectura. El crítico que no está hablándole a una comunidad puede ser exquisito, erudito, pero no bueno. Y confío en quien confía en su intuición y genera un efecto de autoridad en cada resenia. Ahora, creo que hay un equívoco generado por la industria editorial, esta idea de que para qué hablar mal de un libro habiendo tantos buenos. Como si el comentarista de libros fuera un tipo obligado a promover la lectura, cuando la única forma de promoverla es hacer sentir que sobre el acto de leer hay pasiones en juego. Eso es lo único que puede atraer a alguien, sentir que ahí hay algo importante. Diciendo que leer es muy bueno no se atrae a nadie.


Perfil, suplemento cultural, noviembre 2010

El vendedor de armas, de Hugh Laurie

No es solo Dr House

La constante acidez del relato haría pensar que a Hugh Laurie se lo comió Gregory House. Pero como la publicación original en inglés data de 1996, más bien queda claro cuánto su exitoso personaje televisivo lleva de su estampa personal; cuánto, incluso, de su finura británica colabora en que el rengo doctor yanki tenga la gracia que tiene. Aquí Laurie nos presenta a Thomas Lang: joven ex integrante de las fuerzas armadas reales, devenido en desocupado crónico que realiza changas del tipo “guardaespaldas de gente que quiere sentirse suficientemente importante como para tener guardaespaldas”. Aunque nada pareciera importarle mucho fuera del alcance de sus cinco sentidos, cuando le ofrecen asesinar a un hombre por cien mil dólares no sólo lo rechaza, sino que va a ponerlo sobre aviso: allí tiene un altercado que da inicio al intríngulis de espías, empresarios quizá narcotraficantes, agentes del gobierno, matones y hembras de temer.

Se trata de un thriller de espías que, tan lejos de Marlowe como de Bond, mezcla el vértigo y la resistencia del agent Bauer (de la serie 24) con la carga satírica del genial Maxwell Smart. Aunque a diferencia del agente 86, no es, Thomas Lang, objeto de lo cómico, sino él mismo un narrador de lucidez humorística. Aún considerando la crítica antibélica de la trama (lobbys quieren hacer atentados para que gobiernos reaccionen militarmente y compren armas última generación), la mayor crítica es lenta, corrosivamente diseminada a lo largo de toda la novela: una burla incesante a la estupidez, a la que, con palabras de Oscar Wilde, ubica como el único pecado. Engaña a militares estadounidenses y mafiosos ingleses con sólo detectar su tipo y, desde allí, sus puntos débiles y probables afinidades: como House. También como House, anda en moto, toma whisky, y no faltan minuciosas descripciones de partes del cuerpo en su vulnerabilidad. Pero es sobre todo en su “antiguo cinismo inglés” donde se parecen. Al escribir, Laurie suelta más la rienda del preciado vicio por el universo lúdico de las palabras, con huellas de los hermanos Marx, de Monty Python. Una y otra vez hace enumeraciones que, en cuanto tales, generan expectativas, para romperlas; instaura una égida de obviedad para mostrar lo frágil (¡lo insensato!) de lo obvio. En el extremo, con cualquier cosa que dice se le abre un campo de parodia hacia su posible proyección de obviedad; Laurie juega libremente con la esclavitud a que nos someten las palabras.


Rolling Stone, Junio 2010

Entrevista a Daniel Riera

"El nuevo periodismo es una pelotudez"


Aguilar acaba de publicar un compendio de sus crónicas periodísticas, ventanas a la realidad argentina. Miembro de la revista Barcelona, Riera había publicado ya siete libros entre novelas –Evangelios y apócrifos salió recientemente-, poesía y la “guía” Buenos Aires bizarro. De la crónica como género vital y de degeneraciones frecuentes del periodismo, habla en esta nota.

¿Cómo fueron los inicios de tus inquietudes políticas y su combinación con el periodismo?

Cuando trabajaba en La Maga, año noventa y tres, entrevisté a Pierri, que era Presidente de la cámara de Diputados, a raíz del libro Narcogate, de Román Lejtman. Pierri me dijo “es una basura como todo lo que dice ese judío piojoso”. Hubo mucho revuelo, pero al final no pasó nada. Mi inocentona esperanza sobre el poder transformador del periodismo cedió a una suerte de cinismo escéptico. Con los años, encontré un equilibrio; pienso que aquella nota les sirvió a los que la leyeron. Creo que los efectos políticos, incidencias en una realidad social, existen, pero que son más lentos o graduales de lo que uno piensa, y si querés ver una relación de causa efecto es mucho más difícil. Pero creo que la nota que da título al libro, Nuestro Vietnam, que con mi amigo Juan Ayala sobre los suicidios de los veteranos de Malvinas, siempre hay alguien que se sigue acordando y la menciona, dimos cuenta de una situación.

Pero además de la inquietud política, tengo una inquietud narrativa. Por qué condenar a mi prosa periodística a un utilitarismo hecho para salir del paso en vez de ponerle la misma pasión y el mismo amor que a un cuento o un poema. Me fastidian los escritores que ven al periodismo como ganapán. Gente que va con anteojeras a la vida y no se da cuenta que le ofrece historias tan buenas como las que su cabeza puede inventar.

Y en cuanto a la disposición física implicada en la manera de escribir, ¿cómo se diferencian literatura y periodismo?

Siempre me molestó el concepto de ética periodística. Esa suerte de colegio tribunado; le desconfío a la gente que los promueve. Creo que lo que existe es una ética personal, que sufre tensiones y preguntas mientras estás laburando. ¿Qué debe hacer un periodista cuando se topa con un ser humano? No perdernos la posibilidad de aprender algo del otro, que enriquezca nuestra vida. Quiero oponerme a esa forma pretendidamente incisiva del periodismo que se aplica en general con la gente más indefensa. El periodista que ve a un mago callejero y quiere deschavarle su truco, en vez de interesarse por cómo lo hace, cuál es su mundo, cómo y cuánto practica, etc.

Una especie de autoritarismo del periodista basado en que tiene la última palabra.

El bananeo desde una posición supuestamente ilustrada. Por ejemplo, hay una señora que dice ser hija de Evita. Yo sé que hay una serie de dificultades histórico prácticas para que realmente lo sea, pero me resulta mucho más interesante saber qué lleva a esa señora a pensar y edificar esa historia. ¿Cómo lo voy a abortar de antemano? Aún si es falso, no quedaría inhabilitada la historia que contiene.

O sea que el periodista, según como se plante, puede obturar o hacer proliferar las historias que hay en la realidad social.

Hay ciertas historias que existen en la medida en que vos creés en ellas. Que si están es porque fuiste a hacerlas con total pasión y con total entusiasmo. La crónica periodística tiene una ventaja, que es que no tiene la obligación de tener todo resuelto, el resultado del enigma. Eso la convierte en un mecanismo más democrático y horizontal que una noticia en un diario. Comparte con el lector sus dudas, sus inquietudes. Por ejemplo la historia del loco del martillo: yo no sé si mató a la señora o no. Voy a ver qué onda, conocerlo, preguntar, hacer archivo, pensaré al respecto, y el plan es que el lector te acompañe. Apuesto a un aprendizaje compartido con el lector, más que al ejercicio autoritario de transmitir una supuesta certeza.

¿Qué crónicas te han nutrido, como lector?

Estoy empezando a dirigir una colección de crónica periodística, por encargo de Libros del náufrago, que editó Evangelios y apócrifos, y va a tener un sesgo latinoamericano. Empezamos con La patria fusilada, de Paco Urondo; publicarlo es como una denuncia a la industria editorial. Hay muchos buenos acá. Me parece que no se le ha dado la bola que merecía a El violento oficio de escribir, el libro de crónicas de Walsh. En esas crónicas está siempre el mecanismo del cuento tal como lo definió Piglia, una historia que cuenta otra historia, siempre una pequeña que da cuenta de una más grande. Pero lo que ves es la estratificación de lo que llaman no ficción, nuevo periodismo, periodismo gonzo, categorías pelotudas inventadas en el corazón del imperio, propias de un relato dominante que nada tiene que ver con la realidad; hay infinidad de nuevos periodistas previos al nuevo periodismo. Algunos editores estadounidenses inventaron un relato de la historia, no una manera de contar las historias. Tuvieron muchos como Capote que lo hicieron muy bien, y revistas que le dieron lugar a una manera de hacer periodismo. Pero la categoría me parece la cosa tilinga donde la clasificación es un yanki que vino y plantó la bandera. Con leer un par de libros basta, un poco de Chejov, un poco de Dostoievski, un poco de Rubén Darío y un poco de Martí, y se va al carajo esa clasificación. El mismo John Reed hacía nuevo periodismo, pero como en vez de a Las Vegas se iba a México, a Rusia, no lo cuentan.

Publicado en Perfil Cultura

Nuestro Vietnam, de Daniel Riera - reseña

Tiempo argentino

La compilación de crónicas de Daniel Riera –editor de la revista Barcelona que ya había publicado la guía Buenos Aires bizarro, además de novelas y libros de poesía- es un fruto más de la salud del género, trinchera actual de la vitalidad del periodismo gráfico; ejemplos recientes son el trabajo de Cristian Alarcón, el de Leila Guerriero, el desembarco de Caparrós en editorial Anagrama. Riera busca zonas semi ocultas de lo nombrado bajo la palabra Argentina: zonas de dolor, zonas de extrañeza, zonas admirables y zonas que dan para el berretín. Las vidas de ex combatientes de Malvinas que terminaron suicidándose, el mundo donde las pasiones sadomasoquistas son ley (ambas publicadas originalmente en Rolling Stone); dos días con Charly García, los avatares del doble del Diego, son algunas de las historias donde la crónica no sólo da cuenta de un fenómeno, sino tránsito a su potencia afectiva. Porque no se remite a contar; relata. Testimonia los efectos de una realidad en un ente sensible, el periodista; personaliza el traspaso informativo. Así, ganan verosimilitud las inquietudes políticas –cuatro secciones tiene el libro, abre “La dictadura y sus efectos” y cierra “Eso que llamamos democracia”, mediando “Terrestres extra” y “Letras y música”-. Aunque con innecesarios autofestejos en prólogo, contratapa y epígrafe, Riera escribe crónicas donde el autor está exento de tener la posta. Se remite a cronicar, esto es, reponer el tiempo de las cosas, en los dos sentidos de su clima y su demora.

Rolling Stone, noviembre 2010


Entrevista a Leopoldo Brizuela


“La literatura es un ascenso social”

El escritor platense -ganador con Inglaterra de los premios Clarín y Municipal- publicó Lisboa, un melodrama, novela de más de setecientas páginas que transcurre en una tensa noche lisboeta de 1942, con Enrique Santos Discépolo, su esposa Tania y la fadista Amalia Rodrigues como parte de una trama de intrigas, confesiones y tragedia épica.

¿Pensar la historia fue una motivación de esta obra?

Me interesaba la vinculación de lo privado con lo político, y la idea de la neutralidad (estatuto que tenían Argentina y Portugal), de qué modo se puede ser neutral o no en la vida. Pero no quiero hacer novelas históricas; cambio la historia para decir lo que quiero. En todo caso trabajo con la imagen que tiene la gente de la historia, y la uso para darle verosimilitud a la trama. Lo que sí, así como Inglaterra era una novela sobre el teatro, esta es sobre la historia de la música popular. El fado y el tango tienen mucho en común, son géneros portuarios, con mitología marinera y cruza de culturas.

Otro tema muy presente en la novela es el de las clases sociales; su presencia como referencia analítica de los personajes –si mandan u obedecen, si poseen o carecen- es casi una obsesión…

El sentimiento de clase lo tengo desde siempre. Si vos tenés esta cara y te dedicás a la literatura, por más que no hagas el papel Cucurto, estás en un lugar donde no sabés cómo pararte. Es como estar en un shopping donde al de al lado le ofrecen un café y a vos te dicen ey, dónde vas. Entrar en la literatura es un ascenso social. Además, creo que la novela se llama Un melodrama para bajarla de los géneros institucionalizados, prestigiosos, y como la novela que escribe Aira, hacer una novela popular. El gran tema del melodrama es el ascenso social. El surgimiento de clase es una de las cosas en la que más creo, te marca la vida para siempre. En la literatura también. Es muy fácil de dónde vienen ciertos análisis, el esnobismo de Palermo trasladado a la literatura.

¿Por ejemplo?

Yo creo también que se naturalizó tanto la pobreza que se toman carencias como características de la literatura. Que uno tenga que escribir una novela después de laburar cuarenta y cuatro horas y que le salga mal y que ese salir mal se naturalice como característica, es terrible. Aunque se verifica una crisis inédita en la cultura y en la educación argentina, no se piensa que puede afectar la manera de escribir de la gente, pareciera que es el único lugar donde florecemos como nunca. Mi visión es la de un chico de familia obrera no religiosa, como era la mía, de obreros anarquistas, izquierdistas y peronistas. Nini Marshall me parece infinitamente más importante que Beatriz Sarlo. Y creo que hay mucha gente interesada en leer cosas vinculadas con otra corriente cultural que la de la elite económica y académica.

¿En qué discursos actuales ves estas expresiones de clase?

Me parece una aberración escribir lo que los otros consideran conveniente. El escritor no tiene que escribir lo que debería escribirse; escribe lo que puede, y en el mejor de los casos. Dice John Berger que lo característico de una época es imperceptible para esa época, y pasa a caracterizar la siguiente. Entonces cuando la gente está tan segura de lo que tiene que ser la literatura hoy, me pregunto, ¿cómo están tan seguros? Uno forma parte de una sociedad si se hace cargo del secreto, y de no investigarlo. Es una fidelidad, y muy importante, sobre todo ahora que hay tanta invasión de los mandatos ajenos sobre la literatura. Para mí la literatura es una cosa privada; es, como dice Ana Harendt, el diálogo del yo con el yo.

¿Para qué se publica, entonces?

No sé. En este momento me lo cuestiono mucho. Pero creo que sólo en esa privacidad podés encontrar algo que le interese a otro. Doris Lessing dice “usted no se interese por el lector, que hay mucha gente que se parece a usted”. Ahora, lo que soy yo tengo que encontrarlo en diálogo conmigo mismo. Además, creo que en lo privado de la literatura está su cuota de rebelión; yo es ahí donde pude estar en desacuerdo con el mundo y su relato. Sólo desde ahí la novela logra nombrar algo general que no había sido nombrado. No creo que la novela sirva para cambiar el mundo como se lo creía en alguna época, pero sí para cambiarse a uno. Y la crítica lo que hace es definirte, cuando uno lo que quiere es rajar de la definición. Además creo que se publica porque los maestros de uno publicaron todo, y ese modelo en un escritor está. Y yo quise ser un escritor, aposté todo a eso.

¿Quiénes son tus maestros?

Un montón. Conrad, Elsa Morante, Natalia Ginzburg, cuando era muy chico Carson McCullers, Henry James, Borges por supuesto. Pero en la novela pesan tres: Dickens, que descubrí a los cuarenta años, Graham Greene y PD James.

¿La dimensión de Lisboa también tiene que ver con la dimensión privada de la escritura?

Escribí una novela larga por el amor a la experiencia de la novela. La novela es eso: la duración. Cuando los poetas dicen esa pavada de para qué escribís setecientas páginas si podés decir lo mismo en tres… No, uno no quiere un significado: quiere una experiencia. Querés atravesar un mundo, y salir distinto vos también.

Publicado en Perfil (cultura), mediados de 2010

Lisboa, de Leopoldo Brizuela - reseña

Fanaticos de la noche

Librazo por la cantidad de sus páginas -723- y por la combinación de hondura infatigable con dinamismo atrapante, además de lo que valdría llamarse “interés” de la trama: noviembre de 1942 en la capital portuguesa, a horas de vencer el ultimátum británico para declararle la guerra al Eje (que avanza en inexorable dominio sobre Europa; aún no perdió Stalingrado ni hubo Día D), el cónsul argentino es centro de atención nacional tras anunciar la llegada de un carguero lleno de cereal, que donará, no precisó a quién en particular, lo cual genera ansiedad e industriosa vigilia en el gobierno de Salazar, así como en ambos espionajes aliado y fascista. En una larga noche, se anudan los hilos de la Historia.

Las situaciones de varios personajes, interconectadas, se mechan para mostrar el denso pasar de las horas de la víspera, clave también para la resolución de sus destinos íntimos. Hasta el maestro Enrique Santos Discépolo, de misteriosa visita en la ciudad con su esposa Tania, brinda sus tonos a los vastos matices de la oscuridad lisboeta. Acaso una verdadera gran obra. Las diferencias de clase social –su perennidad histórica naturalizada casi como diferencias de especie-, la amplia gama de conductas y pensamientos que se resumen en el término homosexualidad, la confesión –ni a cura ni a juez- como género del ser iguales, el tango y el fado, son algunos de los temas tratados por esta escritura que en realidad no sólo pareciera tratarlo todo, sino presentar, sensiblemente implícito, aquello que no se puede significar.

Publicado en Rolling Stone, julio 2010