Thursday, August 23, 2007

Fogwill, Rodolfo Enrique

“Tengo caca de pájaros en todo el techo del auto, hace varios días. Si se seca del todo se endurece, se pega, y al sacarlo te arranca la pintura. Como mañana me voy a Francia (donde presentan una compilación casi completa de mis cuentos), tengo que llevarlo al lavadero hoy. Así que me acompañás, lo dejamos ahí y nos buscamos un bar callado para charlar, que éste es un barullo.” Fogwill me lleva la ventaja de tener un plan inamovible.

El coche, efectivamente sucio, tiene varios años, pestillos manuales y dirección mecánica; es “de escritor”, como dirá luego. El estilo brusco del vehículo encuentra coherencia en el manejo del conductor, quien desestaciona sin reparo por los autos lindantes.

Fogwill ya me había contado que se iba a Europa, en los mails que intercambiamos. Tuvo un error de tipeo que resultó en hallazgo poético: “Encantado de hacer la entrevista, el problema es el tiempo: estoy en Chile por trabajo, vuelvo el jueves y el lunes salgo nuevamente, por la maldita literatura, para España y rancia”. Me daba su número en Buenos Aires y agregaba: “Mientras tanto me ubicás en un celular chileno, a dos mangos el minuto, ¿valdré tanto?”.

El celular. Ahora se lo olvidó: “Mirá, pasamos por el hotel, a buscar mi teléfono, y vamos al lavadero. Hoy, domingo, el único abierto en este lado de la Capital está en Corrientes y Yatay”.
¿Hotel?
“Sí, viste, me separé hace unos meses. Bah, mi mujer me echó, y no puedo pagar dos luz, dos gas, dos banda ancha, dos todo; estoy en un hotel.”
La segunda vez que nos encontramos, para continuar la conversación, Fogwill acababa de instalarse en un departamento palermitano, ex morada de Adrián Dárgelos, quien, dicho sea de paso, cita al autor en “Putita” (Infame) aquella “piel donde roza la bambula” que se describe en La experiencia sensible, novela publicada en 2001. “Adrián es un lector amigo”, explica Fogwill.
Pero ahora –en el ahora de esta nota–, de camino al lavadero, Fogwill estaciona frente a una puerta de madera como de conventillo. Baja, entra. Dejó abierta la puerta del auto; así queda mientras lo espero.

Además de sucio por fuera, el coche por dentro es un caos. Lo primero que se me ocurre es ponerme a buscar canutos. Fogwill mismo me dio la idea, con el Pichi, protagonista de Vivir afuera (novela de 1998 que apostó a captar la esencia de la década del 90), quien deja porros ocultos por la ciudad para días después recogerlos y consumirlos. Pero además uno tiene una imagen de Fogwill nadando en excesos, imagen construida por él mismo (se cansó de decir cuánto se drogó) en colaboración con las distintas capas que rodean el ambiente y la práctica literaria. Mato la espera, pues, buscando. Sin embargo, bajo las alfombras de goma, en los bolsillos de los asientos y los recovecos de las puertas hay mil cosas, pero nada de tanto valor.
Por fin sale Fogwill, canchero. Está de vuelta, Fogwill. Hasta es trillado decir que está de vuelta, y él lo sabe. ¿Funcionará la literatura con rebote en la meta, como el ludo; un éxito demasiado solidificado restará interés frente a los pares?

De nuevo camino al lavadero, maneja inclinado más cerca del volante que del respaldo, como escudriñando el empedrado. Me pregunta si sé cuál es Yatay. Le doy mis referencias de ubicación e instrucciones para llegar, pero me interrumpe diciendo: “No, el mejor camino es tal y cual”, porque resulta que él en los 80 trabajaba en la escuela ort de Yatay, único lugar argentino donde tenían unas máquinas de cómputo que este sociólogo nacido en 1941 utilizaba en estudios de mercado. Repitiendo la actitud -de poner el palito y empujarme para que lo pise- me dijo en otro momento: “En situaciones de prensa no se puede hablar de literatura”.

El único lavadero abierto, por supuesto, está lleno. Rebalsa: hacemos cola de autos sobre Corrientes. Fogwill divide su atención entre avanzar los metros que a cada ratito quedan libres y mirar el tránsito, que zumba veloz a nuestro lado. No estamos, obviamente, cara a cara. Y el tiempo pasa.

“Dale, che, empecemos, porque parece que no va a haber café después”, dice.
“¡¿Acá?!”
Balbuceo alguna pregunta, medio mala, que se hace mala del todo en el silencio insolente de mi interlocutor, ocupado en otros estímulos: “Un, dos, un, dos, un, dos”, relata el vaivén de un par de tetas que pasa por la vereda.
Los autos que van runruneando por Corriente casi nos rozan, produciendo golpes de aire que mueven el auto como un bote en tormenta. Los nervios comienzan a ganarme. Me aferro a las preguntas preparadas con buenas horas de lectura y reflexión; pero la muletilla de Fogwill es empezar las respuestas diciendo, y cito textual: “No, no, no sé, no sé, no”.
Incómodo bajo el cinturón de seguridad, repaso cada detalle que me llamó la atención al investigar.
–César Aira, cuando conoció sus cuentos, en 1982, dijo que no eran cuentos sino viñetas…
–No, no, yo escribo, loco, no tengo problema con los géneros. Aparte Aira, en aquella época, estaba muy cerca de mí, y entonces me leía y escuchaba mi voz, y pensaba que todo lo que contaba yo, lo había vivido; él, que no tenía una vida, viste, era un, qué se yo, un muchacho. Salió de la pensión del Opus Dei donde vivía para casarse.
–¿Eso genera diferencias a la hora de escribir, la experiencia de vida?
–No, no sé, no sé. Aira tiene un gran conocimiento de..., de todo.
Era un amague. Esperando sobre el asfalto en el auto encendido, Fogwill recién calienta los motores para el petardeo. Y yo cada vez más extraviado. A lo seguro:
–¿Qué va a publicar próximamente?
–Sin apuro saldrá mi obra completa hasta 2006, pero antes, en noviembre, un libro de poemas que posiblemente se llame Gente muy fea, porque habla del mundo urbano de la ciudad de Buenos Aires. En el mismo mes publicaré con Interzona una novela que hasta ahora se llama La introducción (de la que aparecieron anticipos en España en Revista de Occidente) y también acordamos la gradual publicación de mis novelas agotadas y no distribuidas en el país.
–¿Novela sobre qué?
–¿Qué querés que te diga? Sobre mí. No, mejor, sobre el mundo. Poné que es sobre el mundo.
–¿Por qué sigue con una editorial chica como Interzona [ya hizo la nouvelle Runa y la quinta edición de Los Pichiciegos]?”
–Las grandes editoriales son el camino más rápido a la mesa de saldo. De sus libros buenos venden cuatrocientos, y encima casi todos son malos. Pero de golpe les ofrecen tres o cuatro mil mangos a pibes que están en la lona y agarran; van a la mesa de saldo al par de meses y así es como los desgastan.
–Salvo si uno está consagrado…
–No, no: salvo si uno es una máquina de hacerse propaganda, como soy yo.
–¿Eso le viene de su carrera como publicista? [Fogwill, asesor de marketing, fue responsable de los horóscopos Bazooka e inventó nada menos que el eslogan “El sabor del encuentro”.]
–No, no. Es la personalidad. Hay grandes escritores que en la cancha pueden ser virulentos peleadores y después en la literatura tienen miedo. ¿Pero de qué? ¿De fracasar? Si ser escritor ya es fracasar. ¿Qué peor te puede pasar? ¿Cuál sería el éxito de un escritor? ¿Ganar el premio nacional, 1.500 mangos por mes? ¿La jubilación de un sargento?

La fila avanza finalmente. Subimos el cordón, atravesamos la vereda e ingresamos en el lavadero. Noticia: es uno de esos en los que hay que quedarse en el auto mientras lentamente atraviesa el túnel de lavado.
“¡Eh, hay que cerrar todo, no se puede joder acá!”, advierte Fogwill.
Olas de espuma caen repentinamente sobre nosotros. Cubren el auto, convertido en una cápsula ciega desde donde escuchamos toda clase de ruidos: rodillos, mangueras a presión y máquinas desconocidas operando en la cinta transportadora. El bochinche fordista es total. Fogwill y yo nos encontramos riendo.
–Entonces, ¿qué me decías? –pregunta.
–Eehh, no sé, es una situación bastante extraña...
“Dale, dale, dale”, me alienta; pero resuelve hacerse cargo directamente: deja una mano en el volante y con la otra toma el grabador. Para neutralizar el ruido, le habla al micrófono, y como mira al frente, yo casi sobro.
“Ser escritor es fracasar en la vida. Casi todos terminan mendigueando la beca, el pequeño premio. Una mina para casarse quiere un tipo que tenga no esta mierda [y golpea el volante], sino de Volkswagen Gol para arriba, y que pueda comprar departamentos; y los escritores no pueden, terminan, de viejitos, en el mejor de los casos, ganando luca y media por mes del premio nacional, el que es profesor a lo sumo otra luca, y si los editores les pagan dos libros por año son diez lucas, o sea 3.300 pesos por mes, y con eso no se paga ni el seguro de uno de esos autos.”

De golpe mi puerta se abre –¡¡fusshh!!– y, de no ser por un reflejo salido del puro susto, una especie de astronauta me rociaba los pies con un liquido arrojado a toda presión.
–¡Ahora te sacan a vos y te lavan! –dice Fogwill.
–Uf, si logro armar una nota sumergido entre todo esto…
–Je, je. Sí, impresionante, la próxima vez traigo a los chicos [sus hijos], se van a cagar de risa acá. Eso sí, unas ganas de mear da esto... Vengo de tomarme dos tés, y esto inevitablemente te da ganas de mear.

Como si estuviera escrito, cuando finalmente el túnel nos escupe limpios y salimos a la luz, la primera pared que vemos tiene bien grande pintado: “Baños”. El va sin perder tiempo. En eso me encara un lavandero: “¿Falta aspirar éste?”, pregunta ya manoteando para abrir el baúl. Justo llega el dueño. “¡No, che, el baúl no, que ahí tengo la droga!” Fogwill, que tiene libros y no droga en su baúl, es también un cantor. Llena los silencios de la conversación entonando vocales que da gusto: un show. Pero incluso al hablar su voz es magnética, y noto que, lenta pero sólidamente, los empleados del lugar nos rodean (cinco o seis, petisos, morochos). Intento retomar la conversación.
–¿Entonces el arte ocupa necesariamente un segundo lugar?
–Tenés escritores como [Ricardo] Piglia, que una vez declaró no haber tenido hijos para dedicarse de lleno a la literatura –relata Fogwill frente a su nutrido y atento auditorio–. ¡Qué horror! Cuando escuché eso yo tenía cuatro hijos (ahora cinco), y me imaginaba un tipo usando forro todas las noches para que después no venga un chico a molestarlo cuando está en la computadora, y luego chupándole la concha a su mujer con gusto a goma. ¡Qué horror!
Los lavanderos y yo estallamos. Fogwill lame la miel de este efímero pero rotundo éxito narrativo.
“¿Cuánta propina dejan los tacheros? Bueno, yo voy a dejar el doble, pero acuérdense, y que se enteren los tacheros.”
Me pregunta: “¿Tu grabador no es digital, no? Qué lastima, estaría para tenerlo en MP3, es una historia muy linda”.

–¿Usted piensa la escritura desde las historias?
–No, pienso desde las frases; escribo una y después se me ocurre una historia para completarla.
–¿Se acuerda de las primeras frases de sus textos?
–Claro, la primera frase de Los Pichiciegos era “Hoy mamá hundió un barco”. Siempre estudié textos de memoria, pero además, en la cárcel [estuvo preso durante la dictadura, bajo el cargo de defraudación] el juez no permitía que me llegara papel, ni libros, entonces recitaba e intentaba escribir de memoria; por supuesto que cuando el capellán del bunker de Caseros me autorizó cuaderno y lápiz, olvidé todo lo que había compuesto. Y Muchacha punk empieza: “En diciembre de 1978 hice el amor con una muchacha punk. Decir hice el amor es un decir, porque el amor ya estaba hecho antes de mi llegada a Londres …”.

Mis muertos punk, libro en que está incluido el cuento de la muchacha ídem, fue la primera publicación en prosa de Rodolfo Enrique Fogwill, en 1979 (años después empezó a firmar sólo con el apellido, “como Platón”). En 1980 Muchacha punk ganó un premio patrocinado por la gaseosa más famosa; entonces dejó su carrera de publicista y comenzó la literaria, aunque ya había publicado en 1978 los poemas de El efecto de la realidad. A diferencia de congéneres escritores como Juan José Saer, César Aira o el propio Piglia, Fogwill irrumpió bien de adulto en la escena literaria nacional.
Puede decirse que Fogwill es un escritor nacional; pero dicho esto no consintiendo la apropiación patriótica de todo lo que acontezca entre Ushuaia y La Quiaca; ni siquiera porque sus temáticas lo confinen a la agenda del país. Más que pertenecer, a lo largo de su obra en prosa, la pluma de Fogwill estuvo a la caza de lo argentino, persiguiéndolo, buscando dar cuenta de eso que, como el tiempo, todos sabemos que existe pero nadie podría definir.

Sobre Los Pichiciegos (que transcurre mayormente en una cueva malvinense improvisada por desertores del ejército), por ejemplo, dice: “Pretendía ser un trabajo hacia el habla argentina. Pero no sé si lo logró. Ya en esa época para mí la nación no era más que la lengua. En los 80 yo decía que podría escribir de nuevo Pichiciegos sin Guerra de las Malvinas: no era una novela sobre la guerra”.
El registro del devenir local de una lengua (o de la facultad misma del lenguaje) no clava al autor ni a la obra al lugar de origen; más bien otorga valor transcultural: editado en varios países iberoamericanos, Fogwill fue traducido al francés, alemán, croata y chino mandarín. Además, según dice, “los fucking british publicaron Pichiciegos con el título de mala leche Malvinas Requiem. Pero pagaron bien”.

Mediante su cuantiosa obra de cuentos, novela y poesía, y su intensa (aunque intermitente) labor de polemista cáustico en los debates culturales, Fogwill desarrolló un culto a su personalidad y se hizo una parcela en la zona mejor valuada de la literatura vernácula. Por ejemplo, la nada menos que quinta edición de su novela de 1982 perdió por sólo dos votos en la encuesta por el libro más importante de 2006 que organizó entre escritores y críticos el suplemento cultural del diario Perfil. Ganaron las 723 páginas de Donde yo no estaba con que se despachó Marcelo Cohen. Cuando iban empatados, y a sabiendas de ello, Rodolfo Enrique votó por su colega.
“¿Cómo afecta la consagración las motivaciones que lo impulsan a escribir?”, le pregunto en el auto ya limpio, que avanza quién sabe a dónde, mientras ansío que la “linda historia” recién compartida lo haga más dócil a este hombre.
“Voy sabiéndolo mejor. No tengo ya demasiado interés en que aquello de lo que me convenzo sea verdadero o falso, ya no tengo que ganar discusiones ni concursos en la facultad.”
–¿Pero cuáles son las motivaciones?
–Escribir para mí es pensar. Es cierto, aunque sea pensar sobre la frase (y no sé si hay maneras de pensar fuera de una frase). Y escribo para no ser escrito, para no ser narrado por el discurso social que circula y tengo que repetir. Y ahora siento que a medida que voy escribiendo, que sale un libro nuevo, o que tengo un texto nuevo satisfactorio (porque los libros no me importan una mierda, acá todos hablan de los libros y nadie de los textos), siento que obtengo una victoria, porque no es algo que me mandaron. A mí me haría muy feliz ganar un premio grande, como el Cervantes, de 250 mil euros, sería muy feliz. Pero si yo pudiera hacer un libro bueno, pero un libro bueno-bueno, como El discurso vacío, de Mario Levrero, sería más feliz. Tan feliz como si hubiera ganado un premio, aunque claro, estaría mal porque estaría deprimido, sin plata. Porque muy lindo el prestigio, pero ¿dónde está la plata, loco?
–¿Qué es lo que más le importa, ahora?
–Trabajar, escribir y criar a mis hijos, que es lo que más me divierte en la vida. Yo ya soy viejo. Pero no creo que llegue el momento en que no tenga que mantener hijos, porque la capacidad de procrear no depende de la intensidad de las erecciones. Y si no, adoptaré o me compraré uno de algún modo. Me gustan los pibes, educarlos, divertirlos, hacerlos felices. Que sean radicalmente distintos de mí.
Luego de esa frase que desmiente, al menos en parte, su vanidad, Fogwill estaciona frente a la puertita de madera del hotel, a una considerable distancia del cordón.
“¿Sabés? El otro día salí del hotel y me fui en auto, y cuando volví estacioné en el mismo lugar donde estaba antes. Al bajar encontré, junto al cordón –¡no lo podía creer!– mi mp4.”
–¿?
–Sí. Es como un mp3 pero que también pasa videos. Pero yo lo uso para audio, sobre todo escucho poesía. Grabé cuatro horas de poesía acá adentro –me muestra el diminuto aparatejo, que tiene un cordón con el que ahora se lo pasa por el cuello.
En este punto, Fogwill me dice: “Che, mirá, mi solución es así: tengo tiempo hasta las siete, pero quiero tomar unos mates. ¿Subís? Te voy a convidar uno o dos”. Está por meter la llave en la cerradura cuando alguien abre desde adentro, un tipo joven que al vernos sonríe de movida: el dueño del lugar. Mi compañero cumple con esas ganas de risa, y le explica, señalándome: “El va a estar un rato nomás; es un travesti, cogemos y se va”.

El hotel, que como muchos funciona más bien como pensión, tiene una arquitectura desquiciada. Es medio cerrado, medio al aire libre, y está plagado de escaleritas irregulares y pasillos torcidos; subimos, bajamos y doblamos tantas veces que, cuando Fogwill se detiene frente a una puerta de chapa, ya no sé hacia dónde queda la calle. La pieza es de dos por tres, y tan desordenada como una habitación de película que ha sido saqueada. Estira un poco la frazada de la cama de una plaza. “Acá tenés lugar para sentarte, tenés tu living…”

En medio del caos, resplandece, como perla en un barrial, una laptop divina, que Fogwill no demora en encender. Parado en medio del cuarto –o sea, a un paso de todo–, señala cosas dispersas: “Chocolate, galletitas, ¿querés un pedazo de pollo?”. Apunta al lavamanos del baño, cuyo contenido es también bastante original (casi anómalo), y lo ofrece: “¿Uvas?”.
Dentro de su palacio minúsculo, la imagen pública belicosa cede al educado anfitrión. “No, gracias, comí una zanahoria grande antes de venir.” “Lo bien que hacés”, dice mientras saca un frasco ámbar de medicamentos. “Mirá, yo tomo esto. Pastillas de caroteno. Lo necesito y no tengo tiempo de comer zanahorias.”
Parece que se cuida, Fogwill. Lo que no me deja del todo tranquilo son las lastimaduras en los antebrazos, simétricas, casi rituales: negros moretones con sendas costras de sangre coagulada y supurante. Rodolfo Enrique Fogwill lleva su brazo diestro a la boca y bebe ruidosamente de su oscura sangre.
–¿Herida nueva?
–No, viste, son los andariveles. Estoy haciendo mariposa, en la pileta, y con la brazada golpeo las cuerdas.
Nada todos los días, y hace gimnasia. En cualquier caso, la solidez de su obra, así como tolera los excesos de su conducta, también sobrevive, campante y fecunda, a la refutación de su imagen mítica.
Sentado y con un mate se me ocurre por fin una pregunta de verdad:
–Si escribe para no ser narrado por el discurso social, que supongo acordaremos reduce el sentido de las cosas a su productividad monetaria…
–Sí, sí, sí…
–… y al mismo tiempo la recompensa que más espera de la escritura es la plata: ¿no está hilvanando el acto liberador según la lógica opresiva?
–Por supuesto, por supuesto.
–¿Y? ¿Eso no es una derrota?
–No sé. Me parece que es un fenómeno contemporáneo. Balzac utilizaba el apremio económico como estímulo para escribir, pero en la actualidad el apremio económico es también un apremio institucional, toda una cosa muy compleja, que te impide, viste, impide. Lo que más impide es el poder editorial, que obliga a escribir cosas legibles. Los buenos libros son ilegibles; Los Pichiciegos, al salir, era casi ilegible. Las faltas sintácticas de los personajes fueron censuradas en La Nación diciendo que se notaba que la novela fue escrita muy rápido. Algunas cosas eran demasiado obvias en ese momento, como la derrota argentina. Pero otras cosas eran impensables, como el retorno democrático, anunciado en la novela. A la semana de haberla escrito, la llevé a varias editoriales. Durán, dueño de la editorial española Legasa, que editaba a [Jorge] Asís, me dijo que la editaba instantáneamente, desafiando el poder de los milicos, si yo le agregaba un acto heroico por parte de los pichis, heroico por la patria. Y los de Galerna me ofrecieron cualquier plata para pedalearme, mientras mandaban un tipo a hacer entrevistas que desembocaron en el libro Los chicos de la guerra, con el que se llenaron de plata. Como si un pibe de 18 años que tiene que matar fuera un chico, ¡por dios! Llamarlos chicos, y poner a las asociaciones de psicólogos al servicio de “curarlos” fue una maniobra para desmalvinizar a la Argentina. Los estigmatizaron de arranque, por eso la tasa de suicidios es mayor que entre los leucémicos y sidosos terminales.
Para escribir Los Pichiciegos, Fogwill declaró haber usado su conocimiento del frío (solía navegar por los mares del sur), de la colimba y de los pibes. Pero la sustancia que regula todas las acciones a lo largo de la novela es el miedo. “Yo viví años con miedo, loco. Está bien que era un miedo anestesiado, pero era miedo al fin. Yo había sido trotskista, y una vez los milicos tuvieron secuestrado durante meses a un tipo que vivía un piso debajo mío, pensando que era yo. En los últimos años de mi carrera empresaria yo vivía con miedo, me mangueaban de todos lados, me buscó la cana durante un mes. Cuando caí preso se me pasaron todos los miedos. En la cárcel fui el tipo más libre del mundo.”

Fogwill acaricia su laptop con los ojos y putea por no tener internet en el hotel. “Tengo que conectarme. Si me acompañás al cíber, después te acerco a tu casa.”

Vamos al cíber.

Mira la pantalla echando levemente la cabeza hacia atrás, para ver a través de sus anteojitos de leer, apoyados en medio del puente nasal. “El correo lo abro mucho; te digo, yo sigo el correo por las peleas y por la guita. Hace poco mantuve un conflicto en Chile con varios escritores, periodistas, qué se yo, porque me negué a firmar apoyando a una escritora para el premio nacional, y me acusan de machista todas las feministas y las tortilleras, y de querer llamar la atención.”

–¿Por qué se trenza en esas trifulcas? ¿Le resultan un espacio de pensamiento?
–Sí, con la tensión, la urgencia, se me ocurren ideas.
–¿O sea que no es sólo propagandismo sino también una forma de estimular la producción?
–Sí, aprendí un montón de cosas.
–Sus contrincantes le sirven, entonces. ¿Los quiere?
–Sí, la verdad que sí, es gente buena. Salvo a Quintín, a quien no le guardo cariño, aunque sí lo respeto como escritor.
–¿Considera que lo dicho en reportajes es parte de la obra, una actividad literaria?
–Sí, por supuesto. Es una actividad ficcional; si la ficción pertenece a la literatura, es literaria. Para un escritor creo que todo es parte de la obra. También la elaboración de su imagen pública.

Agustín J Valle
Publicado en Rolling Stone, Junio 2007

Wilbur Smith

“El Imperio británico fue una fuerza por el bien en el mundo”


Data Base:
Wilbur Smith nació en 1933 de familia inglesa, en Rodhesia del Norte, actual Zambia. Se graduó en la universidad de Rhodes. La publicación de Donde comen los leones, en 1964, dio inicio a una exitosa carrera en la que sus aventuras africanas fueron traducidas a 26 idiomas y han vendido cerca de cien millones de libros. Actualmente vive en Ciudad del Cabo.

Wilbur algo más joven que ahora

Estrella del mercado editorial mundial, las palabras “Wilbur Smith” ocupan mucho más espacio en la tapa que el título de su última novela, El Soberano del Nilo, continuación de su saga egipcia, recientemente editada en el país por Emecé. Es trigésimo primer título de este escritor que dice no juntarse con colegas y que lleva vendidos cerca de cien millones de libros desde su aún exitoso debut: Cuando comen los leones. De visita promocional en Argentina, se encontró con la sala Gorriti de la Feria del Libro colmada de gente deseosa de conocerlo en persona.
Variando lugares y épocas, el Africa “exótica” siempre es el escenario de sus historias de prosa clara, lo que transpola su niñez durante las décadas del 30 y del 40 en lo que era Rhodesia del Norte, actual Zambia,: “El jardín de mi casa tenía doce mil hectáreas, y era muy divertido ser un niño en Africa, con todos los animales, los pájaros, la vegetación, los elefantes, un montón de chicos negros por todos lados”.
En la sección biográfica de su sitio web, Smith muestra una foto de su abuelo sosteniendo la ametralladora principal de un pequeño pelotón de soldados ingleses a principios del siglo 20. Otra, ya en los años treinta, de su padre recostado sobre un elefante, fusil aún tibio en la mano depredadora:



“Era un hombre muy duro mi padre. Pero los chirlos que me daba cada tanto con su cinturón eran mayormente merecidos y, para mí, el pequeño precio que debía pagar por estar cerca suyo; a mis ojos él era Dios en la Tierra. Cuando cumplí ocho años me regaló un rifle de repetición Remington que él a su vez había recibido de mi abuelo, lo que dio inicio a mi romance de toda la vida con las armas de fuego. Ahora para venir a la Argentina la única condición que puse fue tener unos días para ir de caza, en Salta. Estuvo maravilloso, las aves de allí son sabrosísimas. Pero, sin embargo, más que las armas me gustan las chicas”, dice, en su castellano amateur.
En el hotel Plaza, Smith invita a su esposa -de rasgos orientales y unos treinta años menos que él- a acompañarlo en las fotos. Sentados en enormes sillones sobre la alfombra gruesa como un colchón, sonríen. La traductora aprovecha para advertir, antes de comenzar, “cuáles son las cosas que no le gusta que le pregunten: cuánta plata gana y si tiene bloqueos de la inspiración”. Pero no hay interés en evitar que este africano reivindicado británico, que vive en Sudáfrica y ya tenía 60 años cuando finalizó el apartheid, promocione la supervivencia de los ideales del racismo colonial.

¿Cómo se siente en esta visita? ¿Esperaba convocar casi mil personas en la Feria?
Me siento muy a gusto en Argentina. La primera vez que vine fue en 1982 y desde allí creo que volvía casi todos los años. Me gustan los lugares que hay aquí, la gente, la comida, siempre encuentro pequeñas cosas que no había visto antes. La arquitectura, la diversidad de escenarios que tiene el país, y por supuesto la carne argentina y los vinos, y la población es muy amistosa. Lo que me lleva directamente a mi presentación en la Feria del libro: yo conozco las estadísticas de la cantidad enorme de gente que asiste, pero aún así debo aceptar que me sorprendió la cantidad de argentinos que vinieron a verme a mí, eran cálidos y su afecto era tangible. Desde gente mayor que yo hasta adolescentes. Esto es lo más recompensante que puede pasarme. Fue maravilloso

Su público no sólo es multi generacional sino internacional. ¿Qué características debe tener una obra para ser universal?
Bueno, me siento halagado por escuchar que diga eso, gracias. Lo que intento es invitar a la gente a que se suba a mi alfombra voladora, y llevarla de viaje. Ahora bien, para ser sincero, me cuesta definirlo o analizarlo; es como el cuento del ganso y el huevo: si uno intenta ver cómo y por dónde sale el huevo, mata al ganso. Pero a ver, diría que es clave el sentido común que tengo. Las cosas que me interesan son las que le interesan a la gente en general. Escribo sobre Africa en épocas muy lejanas y lugares muy distantes, y escribo sobre gente. Según mis experiencias, la gente se interesa por la gente, sobre todo por las historias de amor. Eso es lo que funciona, las historias de amor, desde la Biblia es así, si tomas a Shakespeare también, ves que siempre están escribiendo sobre lo mismo, historias de amor. Entonces incluyendo ese elemento se puede poner a los personajes en situaciones y escenarios inusuales, se puede llevar adelante la historia con vigor y energía, describiendo las cosas muy claramente para la gente. He sido acusado de no ser un escritor sino una videocámara verbal.

Suena más a halago que a acusación. Siendo una literatura tan visual, ¿se imagina qué actor mejor representaría a Taita (protagonista de la última y varias otras novelas)?
Mis experiencias con Hollywood y las películas no ha sido una experiencia feliz. Y esa pregunta toca justo el centro del problema: escribo mis libros con la expectativa de que mis lectores usen su imaginación. Debo dejar espacios libres; yo les doy contornos de las cosas y mis lectores las llenan. Ese es un motivo por el cual no quiero relacionarme con las películas. El otro es que, por las características de mis ficciones, debería ser una superproducción, con un equipo de gente enorme, doscientas cincuenta personas en una gran pirámide en cuya base, debajo de todo, en la última roca, está el escritor. Y yo tengo suficiente vanidad y autoestima como para querer ser siempre el número uno. No me gusta ser el número 25. Podría también hacer películas mediocres con mis libros, más baratas, pero mis libros venden tan bien que, desde el punto de vista financiero, no me sería reedituable, y prefiero abstenerme de un film que desmerezca mi literatura.

Su nivel de ventas es, ciertamente, impresionante. ¿Qué efectos tiene la consagración en las motivaciones para escribir en un escritor?
Yo no sigo escribiendo por el dinero, porque ya lo tengo. Aunque por supuesto a uno siempre le gusta ganarlo, no es mi motivo principal: escribo para estar vivo. Creo que en la carrera de un escritor todo empieza con las expectativas. Si escribes pensando en que tu libro se venderá y serás rico y famoso, tienes cien chances más de desilusionarte. Los escritores explosivamente exitosos como Joanne K. Rowilng, autora de Harry Potter, o Dan Brown, del Código Da Vinci, son uno en cien mil.
Si apuntas a ser un escritor profesional, y dedicas tu vida a las palabras y crear con ellas, lo mejor que puede sucederte es que tu primer libro publicado tenga un éxito limitado. Que ganes suficientes lectores como para autorizarte a decir que eres escritor y dinero suficiente como para vivir uno o dos años sin trabajar de otra cosa. Eso es lo ideal. Porque el segundo libro es mucho más difícil que el primero, siempre, y si debutas con un éxito enorme, el siguiente será casi imposible, porque tendrás las miradas de todo el mundo sobre ti; las expectativas ajenas te destruirán. Yo tuve mucha suerte en que mi primer libro me hizo saber: “Este es mi momento, el punto donde pasa el tren que me llevará a cosas más grandes”. El siguiente libro tuvo más éxito, el tercero más todavía; mi editor de aquellos tiempos ya me decía que no había editado a nadie que vendiera cada vez más. Y así, treinta y una novelas y cuarenta años después, soy un éxito explosivo.
Lo que siempre haya que tener en cuenta, y creo que mucha gente no termina de entender, es la soledad de escribir ficción, el encierro individual. Tienes que tener en tu interior el signo del solitario.
Cada escritor es diferente, por supuesto, pero esta es la regla general que pondría respecto de los novatos: no esperes demasiado, agradecé si consigues que te publiquen (cosa que hoy es extremadamente difícil en comparación con lo fácil que era en mi época) y preparate para soportar si escribes un libro y nadie en el mundo quiere a tu bebé.

En este nivel de profesionalismo, el trabajo de escritor incluye muchas cosas aparte de escribir (esta entrevista es un ejemplo), ¿cuáles le gustan más y cuáles menos?
Lo que más me gusta es el contacto con los lectores. El otro día en la feria había gente que al hablarme lloraba, diciendo que me leían desde niños. He sido involucrado en la intimidad de tantas personas que en cierto sentido son mis amigos y en otro completos extraños. La segunda cosa que me gusta es la libertad: puedo hacer exactamente lo que quiero hacer, cuando y como yo quiero, sin tener que seguir lo que me diga nadie. Esas son mis dos cosas favoritas.

¿Y lo que menos lo gusta? Todo trabajo lo tiene...
La verdad es que el proceso de escribir está tan incluido en mi vida que aquellas cosas que me podían resultar molestas en el pasado, he aprendido a incorporarlas felizmente. Yo soy un lobo solitario, y además me he entrenado mucho para serlo cada vez mejor.
Honestamente no puedo decirte que nada de mi vida me disguste: la gente me palmea la espalda, me da plata, tengo libertad; es la mejor vida posible. Hay trabajos en los que necesariamente se está en conflicto con otros, como por ejemplo un hombre de negocios, que tiene que hacer tratos, mejorar ofertas, competir. Pero yo no, no tengo competencia: los otros escritores son mis hermanos. Si otro escribe un gran libro y vende millones, como los casos que dijimos, estará haciendo que decenas de millones de niños aprendan el placer de la lectura, y por lo tanto me estará haciendo un favor a mí, porque cuando crezcan van a querer buscar otras cosas para leer y tarde o temprano comprarán mis libros. Somos hermanos.

Africa, el escenario de sus novelas, es el continente más excluido. ¿Cree que la literatura es uno de los modos de presencia africana más importantes en Occidente?
Ciertamente la lectura estimula los intereses por esas tierras, así como cualquier representación fácilmente asimilable. En literatura, la gente se engancha primero con los personajes, luego con las historias, y luego con los entornos, los diferentes grupos étnicos y animales. Absolutamente.

¿Cuál es el idioma de Zambia (donde actualmente el uno por ciento de la población es blanca)? ¿Usted lo habla?
Gineanja, que es un lenguaje muy difícil porque no tiene base latina. Pero hay una lengua franca, Fanegaló, que va de Africa Central a del Sur, que es una mezcolanza de muchas otras, y esa sí hablo. Yo siempre viví en Africa, pero nací en Africa central, luego me mudé más al sur, a Rhodesia, y cuando allí hubo guerra civil me trasladé a Ciudad del Cabo, Sudáfrica, donde desde entonces tengo mi hogar principal.



Usted nació en un país, vive en otro y habla una lengua de otro continente, lo cual en un escritor es clave, ¿cómo siente la nacionalidad?
No hay dudas de que soy británico, incuestionablemente. El inglés es mi lengua materna, y siempre he tenido un afecto muy profundo por Inglaterra y el estilo de vida británico. Además tengo un gran respeto por lo que fue el Imperio Británico. Pienso que fue una fuerza para el bien en el mundo.
De todas maneras, cuando Inglaterra juega al cricket, si el equipo sudafricano gana, me siento sudafricano, cuando el inglés gana, me siento inglés.
No puede perder.
No, no puedo perder.






En su perspectiva, y en términos generales, ¿cómo cambió Africa en los últimos cuarenta años?
Todo cambió. Primero que nada, el sistema político, con el quiebre total de todo el sistema colonial, portugués, francés, alemán, inglés. Toda la corriente de Africa para los africanos derivó esta especie de caos social y político, en esta suerte de crisis de los códigos de valores. Cuando yo era chico en Africa, las cosas eran muy primitivas, la infraestructura era casi nula, pero al menos entonces la naturaleza estaba más abierta, accesible. Ahora se desarrolló una especie de conciencia nacional de la gente negra, con, desafortunadamente, expectativas demasiado altas, imposibles de conseguir, todos ellos quieren manejar un auto de moda y tener un trabajo de hombre blanco.
Han avanzado también otros enormes problemas, como que los recursos se van disminuyendo. Mucha gente alrededor continente muere por las guerras y por la falta de comidas; además, enfermedades que en Occidente fueron controladas mucho tiempo atrás, allí matan miles de personas, como la tuberculosis, malaria, y ni hablar del SIDA.

¿Apoyaría un nuevo dominio de las potencias occidentales?
Me parece que ahora hay un gran sentimiento de exhuberancia allí, por la idea de Africa como un país nuevamente, de los africanos. Hay un gran sentimiento de excitación por vivir ahí, aunque es muy peligroso, el crimen está fuera de control... Todas esas cosas cambiaron, porque en el sistema colonial todo estaba controlado, había educación y servicios de salud que funcionaban, la gente negra tenía acceso a esas cosas, había ley y orden. Había guerras pero eran guerras europeas, y más allá de eso, todo era manejado y controlado ordenadamente, no caótico como ahora.

Por Agustín J Valle - Publicado en Revista Debate