Monday, December 11, 2006

Antonio Muñoz Molina

“La capital del mundo hispano puede ser Nueva York”

Antonio Muñoz Molina, que irrumpió en la narrativa española en la década el ochenta, es institucionalmente poderoso: miembro más joven de la Real Academia Española y director saliente del Instituto Cervantes en Nueva York.
Fuertemente formado por las letras latinoamericanas –prologó las obras completas de Onetti- y atento al devenir histórico de nuestra lengua, estuvo en Buenos Aires presentando su última novela, “sobre los cambios radicales que sufrió España”.

El protagonista de El Viento de la luna es un niño de trece años quien, en discordia con el mundo rural y eclesiástico que lo rodea, se hace fan del viaje espacial que derivara en el pequeño paso pequeño de Amstrong pero inmenso de la humanidad. Ese punto de fuga es la visagra que da cuenta de un mundo muriente y de otro naciente.

El escape simbólico del protagonista se apoya en diarios, revistas, y sobre todo la televisión satelital. ¿Aquella emisión marcó la irrupción de la globalización en el mundo campesino, tradicional y totalitario de la España franquista?
Hay que tener en cuenta que régimen franquista era muy cruel, represivo y canalla políticamente, pero a partir de los 60 el régimen ya se había liberalizado económicamente. Algo parecido a lo que hizo Pinochet o ahora los chinos, con diferencias de escala y matiz. Ocurrieron dos cosas fundamentales: más de dos millones de personas emigraron del país, pero ya no a latinoamérica sino a Europa, que estaba en pleno boom de posguerra. Esa gente mandaba a España muchísimo dinero, y al mismo tiempo el Estado de bienestar en Europa hizo que mucha gente pudiera viajar de vacaciones, y España era bonita y barata, por lo que el turismo fue una segunda fuente de riqueza. Esas divisas fueron fundamentales para capitalizar el país. Y al mismo tiempo la apertura al turismo implicaba que entraran muchas prácticas culturales, además del dinero. Aunque los protagonistas de la novela no lo perciban, en los años 60 España empezó a cambiar mucho en cuanto a las dinámicas de producción y consumo. Era, sí, un principio de globalización. Eso hizo que cuando Franco murió el país cambiara con cierta facilidad, porque la sociedad, bajo el peso de la dictadura, ya había cambiado. Mucha gente de mi generación pudo no tener la vida que tuvieron sus padres, como el protagonista de la novela, la gente que se va del campo.

¿Esa transición suave dejó herencias franquistas?
Sí. No se hizo justicia verdadera ni con los que habían sufrido bajo a la dictadura, ni con los que habían sido verdugos. Pero lo peor que quedó de la dictadura es una falta de espíritu civil. El espacio de lo político es un espacio hostil que no requiere lealtad ni ética universal. El rebaje de la política al mero poder; eso quedó de la dictadura.

¿La religiosidad quedó muy teñida?
Por fortuna eso fue algo que cambió en España rapidísimo. Todo el adoctrinamiento político estaba en manos de la Iglesia católica, que tenía un peso enorme. Pero España ahora es uno de los países menos religiosos del mundo, se ha aprobado el matrimonio gay; la libertad de costumbres es una de las mayores del mundo, mucho mayor que en Estados Unidos por ejemplo. A la Iglesia le salió el tiro por la culata, porque una cosa tan opresiva genera mucho rechazo. Yo le debo a la iglesia la suerte de ser ateo.

Más allá de sus participaciones institucionales, ¿cree que la escritura, la literatura, trabaja cívicamente?
Como cualquier otra persona, un escritor puede participar en política. Y puede comprometerse con las causas democrática, del progreso y la igualdad, cuando escribe para periódicos, ensayos, artículos. La novela es una cosa mucho más ambigua, no es para mandar mensajes; el que quiera mensajes, como decía Onetti, que mande un telegrama. Los mensajes claros e literatura no funcionan, porque la literatura trata de la complejidad y de la antigüedad del mundo. Además, las ideologías profundas son inconcientes muchas veces, y no hay correspondencia entre las opiniones políticas que uno tiene y la visión del mundo que retrata su literatura. Las posiciones políticas son más superficiales. Piensa como algunos de los grandes revolucionarios estéticos del siglo 20 han sido grandes reaccionarios políticos, como Eliot o Stravinsky.

¿Existe para usted una condición latinoamericana en escritura?
Autores como Borges, Rulfo, Bioy, Onetti, determinaron mi vocación literaria. Cuando vine aquí por primera vez conocía todo, Maipú, Correintes, la Costanera; entre el tango y la literatura tenía una Buenos Aires imaginaria, pero a la que había accedido por su alcance universal. La literatura es asomarse a mundos que no te son familiares y descubrir en ellos una profunda familiaridad; se basa en al singularidad y al mismo tiempo la inteligibilidad de todos los hechos. Los autores que te mencioné eran hombres muy cosmopolitas. Me parece que que las fronteras geográficas en literaturas no son significativas de mucho. Además, cuando vives fuera del mundo en español ves que hay una comunidad cultural mucho más fuerte de lo que nos damos cuenta. ¿Qué es lo hispanoamericano? Es una mezcla muy rara de universalidad y provincianismo.
Pero creo que como no hemos sido capaces de crear un verdadero espacio cultural hispánico. Hay intercambios, pero ni comercial ni culturalmente la comunidad lingüística ha creado un mercado, en el sentido más literal de espacio de circulación. Los encuentros se producen de manera episódica y más entre escritores que entre público.
Por eso creo que hecho que la capital cultural del español puede estar en sitios como Nueva York, donde nos encontramos mutuamente en una condición superior a la nacional. La riqueza de nuestra lengua, tan unitaria y diversa a la vez, es inmensa: la posibilidad de leer un libro que tiene una variante profundamente original de la lengua, pero que al mismo tiempo es perfectamente inteligible para ti, es un tesoro.

Los latinos son la primera minoría poblacional en EEUU y siguen creciendo. ¿Cómo está variando la presencia de la cultura hispana allí?
Hay que distinguir lengua y cultura. En el 2004 había censados legalmente cuarenta y tres millones de hispanoparlantes, o sea que debe haber unos cincuenta millones: el segundo país del mundo. Pero las comunidades latinas o hispanas están muy separadas, según de dónde e incluso cuándo hayan llegado. El idioma sí tiene una frecuencia creciente; en estados como Florida se habla más español que inglés; en NY, de ocho millones de habitantes, tres son de habla hispana.
La pregunta es si la presencia de la lengua provoca una mayor presencia de la cultura, y eso está por verse. Por ahora hay un desequilibrio grande. Un ejemplo: el negocio del libro en EEUU mueve 30 mil millones de dólares anuales; el negocio del libro en español es de 300 millones, el uno por ciento, y la mitad son libros religiosos. No hay que dejarse llevar por aspectos meramente estadísticos; no importa tanto cuántos millones de personas hablen una lengua, como la posición social y cultural que la lengua tiene. Se van a ver cosas importantes en los próximos años. Podría ocurrir también que al integrarse los inmigrantes, las segundas y terceras generaciones pierdan la lengua materna, como ha pasado con el idish en EUA o el italiano aquí. Pero la cantidad de inmigración es tan colosal que probablemente se transforme en un cambio cualitativo. Además, profesionalmente, saber español es muy práctico. Porque la masa hispanoparlante está relativamente distribuida en puntos del mercado laboral. Antes, para muchos inmigrantes mexicanos lo importante era olvidar la lengua de los padres; eso era intergarse en la nueva sociedad. Pero si su lengua se convierte en un valor económico, entonces hay más ventajas en conservarla. Actualmente, incluso muchos estadounidenses estudian español, y en muchas escuelas se da como segunda lengua.
Por Agustín J Valle para revista Debate


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